Imagine que como trabajo final un alumno le entrega un engargolado en el que además de la portada y el índice sólo incluye hojas en blanco. Imagine además que cuando usted lo cuestiona por presentar como terminado un trabajo a todas luces incompleto, éste le contesta “es que se trata de la primera etapa constructiva de mi proyecto y ya me dijo mi mamá que vio en las noticias que según la SEP no me puede reprobar”.
Si bien esta anécdota es ficticia, los supuestos tristemente no lo son. Representan dos de las más cuestionables expresiones de las políticas del gobierno de la tercera alternancia: inaugurar algo inoperante e inacabado como en el caso del aeropuerto supuestamente internacional Felipe Ángeles o la refinería de Dos Bocas; y excluir por segundo año consecutivo la reprobación de grados o materias en educación básica mediante un acuerdo impuesto desde la oficina más lejana del salón de clase de la SEP. Dedicaré esta columna a reflexionar sobre esta última.
El pasado martes 28 de junio, se publicó en el Diario Oficial de la Federación un acuerdo con disposiciones diversas para la conclusión del ciclo escolar 2021-2022 entre las que sobresale el artículo séptimo que a la letra dice “En todos los casos en que se asiente una calificación numérica en la boleta de evaluación de las y los estudiantes de educación primaria y secundaria, la calificación que deberá registrarse no podrá ser inferior a 6”. Este artículo fue recogido por los medios de comunicación con encabezados como: “SEP anuncia que estudiantes no podrán ser reprobados”, “Ordena la SEP no reprobar a nadie” o “México prohíbe a profesores reprobar a estudiantes de educación básica; todos pasan”.
Como si nos faltaran pretextos para el debate polarizado, el citado acuerdo aderezado por los medios de comunicación enfrentó dos posiciones que, a riesgo de simplificarlas en demasía, trataré de explicar:
Por un lado, están quienes piensan que la reprobación y las calificaciones mismas deberían desaparecer de las escuelas ya que poco aportan para que los estudiantes identifiquen sus áreas de oportunidad y puedan trabajar en ellas para mejorar. Las calificaciones reprobatorias, especialmente en la adolescencia pueden llevar a los chicos a afectar su autopercepción de logro e incluso, en algunos casos, a la indefensión aprendida. Si el aprendizaje es un proceso idiosincrático que implica la maduración de procesos y la significatividad tanto lógica como psicológica de los contenidos que pretendemos enseñar, ¿no es acaso injusto y contradictorio premiar a quienes maduran primero y desalentar a quienes más apoyo requieren? Calificar conlleva sin duda, un efecto en el que los estudiantes aprenden implícitamente a valorar las notas como el objetivo de su asistencia a la escuela independientemente de sus aprendizajes. Perciben que quien obtiene dieces es más valorado por los adultos que quien saca seises o reprueba. En algunos casos incluso, son comparados entre hermanos por sus calificaciones o sus padres les condicionan su aceptación o cariño dependiendo de sus resultados escolares. Las calificaciones, además son insuficientes para inferir lo que un chico sabe o es capaz de hacer con lo que aprendió, pues son asignadas con criterios tan diversos que van de los exámenes memorísticos, el número de tareas realizadas, la asistencia o hasta la participación en clase. Normalmente entre quienes representan esta postura están los teóricos de la evaluación, los estudiosos del fenómeno educativo y algunas autoridades de la SEP.
Por otro lado, están quienes piensan que relativizar así las calificaciones, al otorgar una nota mínima de seis a los estudiantes sólo por comunicarse con sus maestros, aunque no hayan hecho nada, es perjudicial para desarrollar en los niños y jóvenes una cultura del esfuerzo que los prepare para un futuro en el que inexorablemente enfrentarán procesos cuantitativos para lograr ser admitidos en una universidad u obtener un trabajo. Afirman que es una total falta de respeto al trabajo docente al relativizar así la planeación, conducción y evaluación de todo el curso escolar. Algunos platican con tristeza o indignación cómo algunos estudiantes o padres de familia incluso los retan con la consabida frase de “no me puede reprobar y hágale como quiera”. Estos maestros incluso sostienen que reprobar no es malo, pues en la vida los errores y los fracasos pueden ser alicientes de superación y enseñar a los alumnos que las acciones u omisiones tienen consecuencias. Entre quienes piensan así encontramos en su mayoría a maestros en servicio a quienes opuestamente con lo que han venido haciendo por años, desde el curso pasado y pretextando las inequidades provocadas por la pandemia, se les exige calificar a los estudiantes, pero en una escala de calificaciones aprobatorias.

Permítanme ahora reflexionar un poco sobre la tensión entre estas dos posturas. Si bien me parece que la calificación tiene efectos muy nocivos sobre los procesos de aprendizaje, incluyendo entre ellos desde luego la reprobación; pienso que desaparecerla en este momento sería un error. Si se desea transitar hacia un proceso educativo en el que la evaluación forme parte inherente desde un enfoque formativo, esto se debe hacer de manera paulatina y ordenada.
Existen investigaciones sobre el “efecto testing” que consiste en cómo realizar exámenes contribuye a que los estudiantes estudien y consoliden aprendizajes que sin ellos quizás no obtendrían. Esto es un hecho y cualquiera que haya pisado un aula sabe que la primera pregunta de los estudiantes el primer día de clase no es “qué vamos a aprender” sino “cómo nos va a calificar el maestro”. Pretender desaparecer las calificaciones en una generación condicionada a ellas, es un despropósito y manipular la escala es además perverso pues legitima el “maquillaje” de cifras que antes se condenaba cuando era el maestro quien pretendía ocultar porcentajes altos de reprobación. Además de ello, anunciar esto al final del ciclo escolar, es un golpe más al magisterio al que se le prometió respeto y revaloración y una contradicción con el insistente discurso de que la evaluación debe integrarse a la totalidad del proceso educativo y debe ser planeada desde antes de iniciar un curso.
Pienso que, en un futuro no muy lejano, las calificaciones deben desaparecer, y la reprobación también. Pero esto implicará una amplia formación de los profesores sobre los fines, estrategias e instrumentos de evaluación. Esto supondrá también como sugiere Manuel Gil Antón, un proceso formativo también en la sociedad para que los padres conozcan y comprendan cómo informarse del desempeño y apoyar a sus hijos. Y por supuesto, debe implementarse de manera paulatina en las nuevas generaciones.
El maestro Javier Olmedo Badía afirmaba que el objetivo último de la evaluación es mejorar el aprendizaje y que muchas de las acciones que realizamos en su nombre, poco o nada contribuyen a lograrlo. Si nuestras políticas, estrategias o instrumentos están en este caso, debemos modificarlas, pero no de forma artificial, impositiva y esquizofrénica.

Sergio Dávila Espinosa
Twitter: @sdavilae