INNtenseando: Cerrando la maleta.

Pasan los días y las semanas, y aún luce lejano el 28 de julio, fecha en que oficialmente se dará por terminado el curso escolar 2022-2023. A pesar de ello, ya sea por decisión de los gobiernos estatales, por maniobras de simulación en las actividades de fin de curso, o simplemente por imposición del sentido común, las escuelas empiezan a lucir vacías de estudiantes, mientras los docentes un poco aliviados de su ausencia y otro poco resignados por su obligación de permanencia, esperan dedicados a actividades diversas, ninguna de ellas esencial, que parecen ser sacadas de la chistera de un perverso mago: un curso de actualización por aquí, la atención de estudiantes fantasmas por allá, la elaboración de fichas y reportes por acullá.

Me atrevo a afirmar que este curso ha sido el más difícil para los maestros. Más aun que los dos años previos. En marzo de 2020 la pandemia nos sorprendió y alertó nuestra “amígdala vocacional” respondiendo a la amenaza con una inusitada carga de “adrenalina profesional” que nos hizo sacar lo mejor de nosotros mismos para no interrumpir el servicio educativo. Fue el año en que en unas cuantas semanas avanzamos lo equivalente a años en capacidades tecnológicas para la comunicación al cambiar sin oportunidad alguna de pretextos, nuestro modelo presencial a una incipiente escolarización remota emergente.

El siguiente curso, 2020-2021, lo iniciamos a distancia creyendo que no terminaría así. Fue el curso en que un enemigo invisible y microscópico secuestró nuestro futuro. De cuando en cuando mirábamos con escepticismo el semáforo epidemiológico para convencernos de que era mejor pasar de la negación al duelo. Un curso completo en modalidad a distancia que día a día consumió nuestra esperanza.

Y así llegamos al inicio del curso 2021-2022 en el que sin importar lo anterior, o más bien creyendo que con eso se resolverían todos los problemas, al gobierno federal se le ocurrieron dos ideas: la primera decretar el regreso a la presencialidad para inaugurar el curso en agosto de 2021 “lloviera, tronara o relampagueara” y modificar el calendario escolar para añadir semanas de “nivelación” del aprendizajes, mismas que se cobrarían con saña neoliberal a los maestros y alumnos alargando el curso escolar hasta el 28 de julio.

Sin embargo, la realidad siempre acaba imponiéndose, y a pesar de la voluntad del okupa de Palacio Nacional y su Gatell, tuvimos que alternar temporadas de modalidad a distancia con otras de presencialidad condicionada dependiendo del oleaje caprichoso de la curva de contagios. Esta intermitencia nos afectó más que los dos cursos anteriores a todos los involucrados en el acto educativo. Los cubrebocas además de volverse una interminable fuente de tensión y extenuante vigilancia de parte de maestros para que los alumnos de todos los niveles los mantuvieran colocados correctamente, no sólo cubrieron boca y nariz, sino también las expresiones faciales de los portadores y así, tuvimos un año escolar sin sonrisas, lo cual no es un asunto menor ni una metáfora barata. Es claro que el rapport o conexión que establece un maestro con sus estudiantes inicia en la acogida amable que éste le dispensa al sonreír, lo que permite gracias a las neuronas espejo y la secreción de oxitocina, provocar sentimientos de seguridad y apego que favorecen el ambiente y aprendizaje. Los chicos, especialmente los más pequeños, tampoco pudieron ver las sonrisas de sus compañeros, con lo que sus relaciones sociales entre pares también fueron afectadas.

Pero además el ir y venir de la presencialidad a la virtualidad afectó la formación de hábitos académicos y disciplinares en los chicos, lo que requiere de repetición constante por 21, 42 o hasta 63 días. Cualquiera que haya trabajado con los alumnos este año sabe que cada vez que se iban a casa y regresaban, había que partir de cero en cuanto a la formación de rutinas. El ir y venir, también relajó los límites que contienen y conforman un espacio para la formación: empezamos por no exigir la asistencia por indicaciones de la SEP, lo que pronto debilitó también nuestra exigencia de puntualidad, presentación personal, elaboración de tareas o portación de libros y útiles escolares. Algunos papás tampoco ayudaron y permitieron que los chicos faltaran a la escuela sólo porque hacía frío, era lunes o se hacía tarde para llegar. Todos en las escuelas empezamos a soñar en que las cosas serán diferentes el próximo curso. Que con el inicio de éste podremos volver a empezar “ahora sí” desde el primer día.

Y así, soñando con el primer día del curso escolar 2022-2023 nos encontramos atrapados en el limbo del mes de julio en el que ya no queremos saber más de clases, pero no nos podemos ir de vacaciones porque estamos secuestrados por los caprichos de una secretaria de educación que anhela dejar de serlo pero que nos exhorta a seguir trabajando hasta finales de julio y regresar a las escuelas el 22 de agosto para iniciar otro curso recargado.

¿Qué hacer entonces en estas tres semanas que aún nos quedan? Mi sugerencia es que de manera institucional o personal hagamos un ejercicio para “cerrar la maleta”, lo cual es una metáfora que alude a la revisión cuidadosa de las experiencias que acumulamos durante el curso y para decidir cuáles nos conviene conservar para el futuro y cuáles debemos desechar de inmediato.

De la misma manera que cuando hacemos un proyecto con los estudiantes, éste no termina con la exposición de sus trabajos sino requiere de un momento en el que se recuperan los aprendizajes así como se identifican las áreas de oportunidad y aciertos, y se toma en cuenta la coevaluación de los compañeros y la opinión del profesor; los maestros deberíamos tener derecho a un momento en el que podamos sentirnos cómodos y seguros para externar las cosas que nos funcionaron y las que nos fallaron en este difícil año escolar. Un momento en el que pudiéramos reconocer también cuáles de estas reflexiones fueron provocadas por situaciones externas que no estuvieron en nuestro control y cuáles sí pueden mejorarse para hacernos mejores maestros y seres humanos.

Esta toma de conciencia no se logra con la administración de un cuestionario de autoevaluación, aunque si se tiene un perfil institucional, éste puede ayudar como guía, pero no de manera rígida, pues la mayor parte de ellos no consideran las situaciones contingentes de este curso. Hace unas semanas publiqué la columna “Decálogo del docente del siglo XXI” que también puede servir. Lo más importante es el clima que se logre propiciar en este ejercicio: debe ser un momento de catarsis para el crecimiento donde los maestros se sientan libres de hablar o de callar, donde no haya presión por apuntar “a qué se comprometen” como si de un entregable de consejo técnico escolar se tratara.

Querer que ya se acabe este curso no nos hace irresponsables, ni malas personas. Es la conciencia de que requerimos urgentemente “cerrar la maleta” para irnos, despejarnos, descansar y prepararnos anímicamente para comenzar de nuevo, pero no de la misma manera. Con la motivación y esperanza renovada los maestros podremos ser más pacientes, flexibles y enfocados en nuestra misión principal, acompañar y propiciar el desarrollo académico y personal de los niños y jóvenes que nos son confiados.

Sergio Dávila Espinosa
Twitter: @sdavilae



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